Aquelarres taurinos

Mis superficiales conocimientos taurinos no me alcanzan para comprender la leyenda del toro Ratón. Un malevo ya avejentado, como Lee Van Cleef pero sin palillo entre los dientes, al que impidieron jubilarse y siguen soltando en los festejos del Levante porque gasta una reputación feroz: ya va por su tercer hombre muerto. El último, este mismo fin de semana en Xátiva. Y, cuanto más mata, más pagan los municipios para disponer como animador de este asesino en serie que ha logrado distinguirse de los demás toros mecánicos de las fiestas como dice César Aira que lo hacen los monstruos: convirtiéndose en especies de un solo ejemplar.

Ratón más parece un personaje de Deadwood que de la Fiesta, y no le falta sino silenciar un bar al ingresar por la puerta y pedir un chinchón en la barra vigilando en el espejo que nadie intente desenfundar a su espalda.

Siempre he tenido un bloqueo cultural con la degradación taurina de los pueblos. Las razones por las cuales atisbo cosas elevadas e incluso artísticas en el encuentro de un toro y un torero en el ruedo, no me funcionan para comprender sogas, cuernos inflamados, dardos, patadas o linchamientos. A eso no hay Lorca que le saque un verso, tiene más que ver con las casetes de gasolinera, las tetas entre espuma y esa unidad de destino en lo universal que es la cabra arrojada desde el campanario.

El pobre toro, que ni se percata del ideal poético en que nos afanamos por encajarlo, ni siquiera es capaz de defraudarse por la estafa de haber nacido en una estirpe que no está pensada para que le haga mofa un cani de trazas poligoneras, sino para asociarse al destino de nadie menos que un torero. «El toro que le ha de matar ya está comiendo hierba». O yerba, que es más propio. Ratón se ha quedado en matón de discoteca, como los boxeadores descolgados, y encima aventa a su pesar el culto cutre de la muerte, del puede pasar, hoy y aquí, y pagamos para verlo. Ratón es la sierra mecánica a la que cantaba Tina Turner en la cúpula del trueno.

Si se trata de jugar a eso, lo mismo daría soltar a la mara Salvatrucha. O a King-Kong, del que nos vale la imagen, pues no son pocos los toros que, en esos aquelarres con coartada cultural, terminan remedando la soledad del Empire State, la que palmea aviones y luego muere.

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